Un 31 de
diciembre hace 78 años, muere en su casa de bordadores, don Miguel.
Agónico, desesperado, horrorizado por el “mal de España”. Un día frío,
cuentan que ese día nevó en la ciudad, se helaron las calles y los canalones de
agua. Sobre las cinco de la tarde, sentado en una mesa camilla al brasero,
recibió su última visita, un joven falangista llamado Bartolomé Aragón. En el
fervor de la conversación, Unamuno gritaba: ¡Eso no puede ser, Aragón! ¡Dios
no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que
salvarse!. Al rato, agotado, murió.
Eran meses
de reclusión y de arresto vigilado en su casa, desde el silencio y el dolor
repasa su vida y sus muertes. Escribe este poema el día 12 de noviembre:
Oh muertes
de mi vida
cifradas en
anillo
de oro donde
se anida
recuerdo que
es castillo
de sueños
con su dedo
me toca cada
noche
a abrirme en
puso quedo
el
misterioso broche
que las
visiones cierra,
que aguarda
con su mano
de amor, que
es ahora tierra,
y su tierra
es arcano (VI, I421)
Ese silencio
y desesperación, lo vivió muchas veces, no sólo gritaba el abandono de España,
también otros abandonos. Sintió de forma personal el abandono de Dios, expósito
y huérfano de Él en su juventud y desesperado y agónico en la crisis de
1897. La enfermedad y la presencia de la muerte cercana de su hijo
Raimundín que, a los pocos meses de nacer sufre un ataque de meningitis, se le
paraliza la mano y empieza a desarrollarse la hidrocefalia: Duerme, mi pobre
niño, goza sin duelo…Morirás con la aurora, flor de la muerte/ te rechaza la
vida…/que es del dolor la muerte tu único asilo…” Al silencio del
niño, se le suma el silencio de Dios y reconsidera su vida y su fe ¿No será un
castigo de Dios por mi soberbia? ¿No será un castigo por abandonar mi destino
de servir a Dios como sacerdote?
La noche del
21 al 22 de marzo, en plena cuaresma, siente el vacío de la nada y un fuerte
dolor en el pecho, don Miguel llora amargamente. Sale de su casa de madrugada,
en un vagabundeo por las calles de la ciudad, va a parar el convento de los
Dominicos. Allí estará encerrado, pasará tres días de angustia y oración de
cara a la pared, no asiste a sus clases y comparte con los frailes la liturgia
conventual. Estará dando salida tensiones psicológicas y metafísicas, en una
profunda crisis existencial.
Tenía trato
amistoso con el prior Fr. J. Mª Suárez, con Fr. Rodrigo Díez y otros, allí
percibía un clima de acogida y comprensión. De esta profunda experiencia
empezará a escribir el Diario íntimo, sólo conocido por sus amigos más
cercanos y publicado mucho tiempo después de su muerte, en el año 1970. En su Diario
íntimo anotará la antífona Media vita in morte sumus, del rezo de Completas
de tiempo de cuaresma del breviario dominicano:
“Media vita
in morte sumus. Quem quaerimun adiutorem nisi te, Domine, qui pro peccatis
nostri iuste irasceris? Sancte Deus sancte fortis, sancte et misericors
salvator: amare morti et tradas nos”.
Unamuno y el padre Arintero |
Ese mismo
año acude a la Peña de Francia, aunque los dominicos no habían recuperado
todavía el santuario, que será en el año 1900. Irá acompañado del jesuita padre
Lecanda, director espiritual de su etapa de los luises de Bilbao y con el que
había pasado la Semana Santa en Alcalá de Henares. En 1909 está en la
Peña de Francia con su amigo Fr. Matías García, posiblemente con el que mayor
afinidad tuvo y con el que tendía sus más íntimas confidencias. Se encontraban
también el padre Arintero, Fr. Vicente Beltrán de Heredia y Fr. Cecilio Morán y
Morán. Pero, de la Peña de Francia y Unamuno, hablaremos otro día. Aunque, el
silencio de la Peña será un lugar de gran inspiración, en el mes de agosto de
1913, comenzó a perfilar los primeros versos de su Cristo de Velázquez, que
irá madurando y perfilando durante siete largos años, hasta que lo publica en
1920.
Eran
celebres las conversaciones religiosas con el padre Arintero, Unamuno en su vuelta
a la fe y a la religiosidad da rienda suelta a la razón y a los impulsos
intelectuales en su empeño de desvelar la Esfinge – así llamaba a la religión-,
o la descifro o me devora. Posiblemente, impregnado de grandes dudas, de
una fe que no se deja atrapar con la sola razón, el misterio del más allá, la
muerte, el silencio de Dios que provoca un sentimiento trágico de su
existencia. O tal vez, la conversación se convertía en un monólogo, como
observara Ortega, hincaba el estandarte de su "yo" como un señor
feudal y todo giraba en torno a él. El padre Arintero que le llama a refrenar
los excesos, ir a lo esencia, le aconseja humildad y oración, pero sobre todo,
que practicara la religiosidad. Durante algún tiempo Unamuno participará de la
asistencia asidua a la Misa. Estas conversaciones con el padre Arintero, se
produjeran, para su propio disfrute, en claustro viejo o de los aljibes, al que
gustaba llevar a muchos de sus amigos.
Claustro de los Aljibes |
Muchas de
las páginas de unas de sus obras más profundas, El sentimiento trágico de la
vida, fueron discutidas con los frailes del convento, sobre todo con el
padre Matías García y el padre Getino. Mano a mano, palabra a palabra en los
atardeceres del Monte Oliveti. Será asiduo a las sesiones de la Academia de
santo Tomás, fundada por el dominico francés Gil de Villanova, en el año 1881,
con profesores de la universidad de Salamanca y frailes del convento de San
Esteban.
En su Cristo
de Velázquez, tiene una obsesión por Dios, no hay escritor que más profiera
su nombre. Dios le persigue como a un nuevo Saulo. Va perfilando en estos
versos un sentimiento trágico, mientras que la razón niega la existencia de
Dios, el corazón lo afirma. Es una razón cordial: siente el
pensamiento, piensa el sentimiento. El sentimiento es el núcleo de la
conciencia personal, del cual deriva el modo de entender el mundo y el modo de
acoger a Dios. En este, Cristo ocupa una posición central en esta obra, tan
central que le obsesiona. En Cristo ha encontrado la humanidad, el camino hacia
Dios, que nos hace partícipes de su naturaleza divina, pero también es el
hombre, como ser creador.
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