sábado, 25 de marzo de 2017

¿En quién ponemos nuestro corazón?




“No acumuléis riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder y donde los ladrones abren boquetes y roban” (Mt 6, 19).
“Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón” (Mt 6, 21).
«Vivimos en un mundo, en una cultura donde reina el fetichismo del dinero»
(Francisco, 24 de mayo 2013, Discurso a los participantes de la plenaria del Consejo Pontificio de los Emigrantes e Itinerantes).
Esa es la pregunta que nos plantea Jesús, ¿a quién servimos a Dios o al dinero? ¿Puede reinar Dios en una realidad de extrema pobreza en un mundo rico? No se pretende criticar al que tiene cosas o riquezas, lo que se plantea es el peligro que la riqueza poseída, posea a su poseedor. Jesús critica esa realidad de acaparar y poseer más de lo necesario, vivir sin preocuparse de todos aquellos que nada tienen. La riqueza, nos recordaba Juan Crisóstomo nos daña, no porque oscurezca nuestra inteligencia, sino porque nos separa de Dios.
En nuestra sociedad del consumo se viven los valores con un cierto desconcierto, esto nos lleva a idolatrar ciertas cosas que parecen que nos dan la felicidad más inmediata, como el dinero o las riquezas, sobre todo en momentos de crisis. En dinero es un valor que nos ayuda a sobrevivir, un medio para conseguir el vestido, el alimento, la casa, la educación y por lo tanto es un bien querido por Dios. El problema está cuando orientamos toda nuestra vida y existencia en la acumulación y conservación de la riqueza, sobre todo ante tanta pobreza y necesidad. Además, en nuestro mundo mucha de esas riquezas acumuladas, existen es a consta de la pobreza de muchos, por lo tanto es una injusticia y un ídolo que atenta contra Dios y contra el propio ser humano.
Parece que el hombre ha perdido su centro, una minoría de empresas y empresarios son los que dirigen el mundo, mientras que el hambre sigue destruyendo a millones de personas indefensas. La historia del capitalismo, nos ha demostrado, que tiene su propia dinámica y siempre nos lleva a procesos de acumulación de capital que se concentra cada vez en menos personas. Hay una relación inseparable entre el capital y la desigualdad, su desarrollo desbocado y desigual desemboca en desigualdades económicas, sociales y culturales cada día más agresivas y brutales.
El capital, la riqueza, ejerce sobre el ser humano una misteriosa atracción. Su seducción se puede considerar casi religiosa (Marx), donde solo nos desvela la realidad desde el punto de vista que suministra el afán por la ganancia y la acumulación. A todo esto debemos sumar el clima de indiferencia, una grieta del alma cada vez más honda y fría. Parece que el bienestar no nos deja escuchar los gritos desgarradores de los más necesitados, hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna (Francisco). La “idolatría del dinero”, acaba enterrando la verdadera alma de la economía, que acaba siendo una pura ideología, ganar más en menos tiempo y con el menor coste monetario posible es lo que se impone, aunque existan costes sociales desgarradores. La economía ha acampado en medio de los Big data, convirtiendo en un fin lo que simplemente es un medio, dando la espalda a los que más sufren. El imperio del Dinero que domina hoy el mundo busca a toda costa ocultar el sufrimiento que genera, dejando en silencio los gritos de las víctimas. ¿A quién le importa que el nivel de vida en África sea hoy menor que hace quince años? ¿Le importa a alguien que los que huyen de las guerras y llaman a la puerta de los ricos pidiendo asilo y justicia? ¿Nos preocupamos que miles de niños se tengan que prostituir en muchos continentes para poder comer cada día? ¿A quién le importa los catorce o quince millones de niños que mueren al año de hambre? ¿Debemos aceptar como lógico y normal un sistema económico, que para lograr el bienestar de unos pocos, que hunde en la miseria, la pobreza y el olvido a tantas personas?
Jesús vincula a Dios con la vida y la felicidad de las personas, no con el culto o el sábado. Subraya la reconciliación, no las ofrendas al altar;  la acogida a los pecadores y necesitados, no los ritos de expiación. Jesús asocia a Dios no con los poderosos, sino con los pobres y marginados. Su reino es para los que están fuera de la ciudadanía de romana, los explotados, los marginados, los enfermos y excluidos por razones sociales o religiosas. O Dios o el Dinero. No se puede servir a dos amos. Dios no puede reinar entre nosotros si no es haciendo justicia con los que nadie la hace, con los que están olvidados y olvidamos.
Puede que algo falle en nuestra vida cristiana si no nos sentimos interpelados por el mensaje de Jesús, un espíritu pobre es el que intenta compartir lo que tiene y lo que es con aquellos que lo necesitan o carecen de lo indispensable. La solidaridad es la actitud básica para hacer un mundo más justo y habitable en una sociedad globalizadora que esconde y olvida a tantos. La solidaridad no como simple asistencia a los más pobres, sino como planteamiento global a todo el sistema injusto en el que estamos inmersos, buscando caminos para mejorar, reformar y defender los derechos más básicos del ser humano. Para hacer de la solidaridad una cultura globalizada, debemos aprender a mirar el mundo con “ojos abiertos”, desde los que viven y mueren de forma injusta en las guerras, desde el hambre, la miseria y la violencia. Debemos aprender a mirar desde los ojos de Jesús, donde los últimos, los más pobres y necesitados son siempre los primeros.
 

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