sábado, 16 de septiembre de 2017

La hospitalidad olvidada

“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”

Martin Luther King

Europa no es solamente una economía en declive. No puede languidecer y ser un simple espectador; debe ser la voz que defienda la libertad, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, que aporte su conocimiento y su experiencia para evitar conflictos en otras partes del mundo. La Europa del siglo XXI tiene un reto para sobrevivir: integrar y mantenerse fiel a sus valores –la tolerancia, la libertad, el respeto a la vida y al ser humano–

Francisco Pleite Guadamillas



Acoger al extranjero en nuestra patria, en nuestra casa y en nuestra tierra, en nuestro corazón y nuestras personas parece un imposible político y social. No sé si estamos olvidando nuestras raíces culturales, preocupados por nuestro propio yo, y desvaneciendo en el errar posmoderno la esencia más profunda de la civilización occidental. La hospitalidad era uno de los signos más destacados de la civilización griega, Zeus, dios de dioses, entre otras cosas, era el dios de la hospitalidad. Bueno es recordar las palabras de Nausiacaa, princesa de los feacios, que al contemplar tendido en la playa a Odiseo, náufrago y desdichado comenta: “Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los extranjeros y pobres son de Zeus” (Homero, Odisea VI)
Los romanos consideraban un deber sagrado atender al extranjero, su deber era preparar la casa y la mesa para el huésped que pasaba. Se la consideraba una de las virtudes más estimada, la mejor prueba de generosidad, que se manifestaba de forma instrumental a través del contrato del hospitium. No solo tenía un carácter personal, se ampliaba a la familia y a la ciudad, llagando incluso a poner multas al que hubiera reusado dar hospitalidad a un viajero después de la puesta del sol.
En el mundo de la Biblia, la hospitalidad no era una cortesía, como en todo el mundo mediterráneo, era una obligación. Una comunidad, ciudad o persona que no se acercarse a los viajeros antes de que cayese la noche era un grave incumplimiento del honor para el extranjero como para las comunidades locales. El anfitrión asumía las responsabilidades de proveer comida, agua y alojamiento para los invitados y sus animales (Gn 24.23-25; 26.30; 33.1-33). El nómada, al venir de todas partes, siempre se encuentra en camino, favorece la marcha hacia el otro y hacia el Otro, mientras que el hombre de la ciudad se encierra en sí mismo, rehúsa la hospitalidad. Sodoma y Gomorra son el símbolo del rechazo de la hospitalidad y el odio al prójimo. El invitado no podía esperar quedarse con la familia más de dos noches, podía ser descortés y deshonroso quedarse más días. En esta fase de la hospitalidad, era norma dejar partir el invitado en paz, sin haber interrumpido la armonía social de la familia o de la comunidad.
El pueblo de Israel, al igual que otros pueblos de Oriente, practicaba la hospitalidad. Su antepasado Abraham era extranjero errante por los desiertos de Egipto y Siria. Los israelitas entendieron su participación en estas prácticas a la luz de su propia historia, única como pueblo de Dios: “…tu Dios... hace justicia al huérfano y a la viuda, y... ama a los extranjeros, proveyéndoles comida y vestido. Tú también amarás al extranjero, pues vosotros también fuisteis extranjeros en tierra de Egipto » (cf. Dt 10.17, 19 RVR1960; Dt 26; 5-9; Ex 22.21; Lv 19.33-34)
La hospitalidad, la acogida del otro, ha formado parte también de nuestra historia de europeos. Es patrimonio de nuestra cultura, de nuestro propio ser como humanos. Acoger al otro, sobre todo en apuros, ha sido algo consustancial a las relaciones de las personas y de los pueblos, configurándose como un elemento esencial del progreso humano. La hospitalidad es un gesto de humanidad, que no se limitaba a dar casa y alimento, sino prestar atención a las palabras y necesidades del acogido. Personas que huyen de la guerra en Oriente, del hambre y la guerra en África, niños deambulando por las vías del tren, hombres mendigando comida en los campos de refugiados, mujeres con sus niños en brazos intentando calmar el hambre y calor, es una muestra de que no se respeta la dignidad humana, ante la indiferencia de todos, de la sociedad, de los diferentes estados europeos.
La globalización nos está arrancando de nuestras raíces, encerrados en nuestro propio ser, vivimos en una sociedad que invita por interés y desconfía cuando acoge y, sobre todo, no escucha e ignora la vida de tantos extranjeros que huyen de la miseria y del hambre. Todo nuestro mundo gira alrededor de un individualismo cada vez más egoísta que solo se mueve por intereses puramente económicos. En esta coyuntura, la hospitalidad es una quimera, se rechaza al extranjero y al diferente, donde miedo paraliza la tranquilidad individualista. No se produce la escucha, más bien la indiferencia, incluso el rechazo violento en forma de xenofobia y vallas en las fronteras.
Frente a la indiferencia y el egoísmo, numerosos grupos y asociaciones han querido formar oasis, un “hospital de campaña”. Espacio donde las personas que huyen de la guerra, la persecución, del hambre, puedan encontrar alivio, sanación, misericordia, comodidad y sobre todo escucha de su situación. Ya el profeta Amós, denunciaba que las injusticias de unos, el lujo desproporcionado de otros, que fabrican el hambre, la pobreza y las columnas de refugiados. El profeta presenta a un Dios indignado con la sociedad injusta a la que sacudirá como a “una cesta de higos maduros”. El profeta se revela contra todos aquellos que quieren acallar los gritos de los maltratados, perseguidos y no acogidos: “Escuchadlo los que exprimís a los pobres y elimináis a los miserables; pensáis: ¿cuándo pasará la luna nueva para vender trigo, o el sábado para ofrecer grano y hasta el salvado de trigo? Para encoger la medida y aumentar el precio, para comprar por dinero al desvalido y al pobre por un par de sandalias. ¡Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que han hecho!” (cf. Am 8,4-7). El propio Jesús fue más duro que el profeta Amós, “¡Apartaos de mí, malditos... porque fui extranjero y no me acogistéis!” (cf Mt 25,41-43).
No es fácil que nos podamos hacer cargo de tantos que sufren, de tantos no acogidos desde nuestras vidas acomodas y adormecidas. Cerramos los ojos a tantas personas vulnerables, que solo llaman la atención si son quemadas en un cajero o se mueren de frío en los campos de refugiados. La esclavitud del siglo XXI tiene hoy dos caras visibles y tapadas por muchos: El contrabando de inmigrantes y la trata de personas. No creo que los que deambulan por Europa, huyendo del dolor, hayan elegido esta forma de vivir. La vida de millones de personas está en juego, también la dignidad de los europeos, la lucha por la tolerancia, la libertad, el respeto a la vida y del ser humano, son imperativos de nuestro ser europeo.

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