lunes, 8 de septiembre de 2014

Toda mi esperanza radica en tu misericordia


Campos de refugiados de Irak, foto de Unicef
Tarde te amé, repite sin cesar San Agustín en sus Confesiones, una de las grandes obras de la Literatura Universal. Una obra que a pesar del paso del tiempo, sigue siendo muy actual, en ellas se refleja su angustia, su búsqueda de sentido, su vida nos apunta una respuesta profunda a las preguntas y perplejidades del hombre de hoy, del hombre de todos los tiempos. La compone después de ser nombrado Obispo de Hipona, en su madurez, en una vida no exenta de contradicciones y controversias, en el descubrimiento de la fe de la mano de San Ambrosio y la lectura de las cartas de San Pablo y sobre todo, de la reposada experiencia de la oración. Sus confesiones, no sólo son la confesión de sus pecados, sino una alabanza a Dios y una auténtica búsqueda de la verdad. … «A ti la alabanza y la gloria, ¡oh Dios, fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más miserable y tú te me hacías más cercano»
No busco en estas reflexiones hacer un estudio sobre las Confesiones, sino centrarme en esas palabras de san Agustín, la esperanza y la misericordia, tomadas del libro X. San Agustín hace un vínculo entre esperanza y misericordia. La esperanza, no sólo opera en la esencia y la libertad humana, sino también en la relación hombre- mundo. Un mundo que se nos presenta abierto y no determinado, como un proceso, como una tendencia hacia algo, inacabado e incompleto. Al igual que el ser humano, que busca su verdadero ser, su Ítaca, su lugar en el Cosmos en palabras de Marx Scheler, o mejor, “donde nadie ha estado todavía”, según Bloch. Es un caminar que transciende el horizonte del mundo, a la espera de un futuro que no sólo puede ser realización del hombre. Es una esperanza en el perfeccionamiento del ser humano, y en una transformación del mundo. Agustín quería ir más allá de los apuntes de Bloch, un transcender sin transcendencia, sino el hombre está llamado a una esperanza transcendental. Mantener la esperanza de las víctimas, es una forma de mantener la pregunta por Dios.
La esperanza del hombre y la ilimitada misericordia de Dios, chocan una y otra vez con la experiencia de las duras realidades del mundo y con la experiencia, a menudo trágica, de la guerra, las injusticias, la violencia, torturas, etc. Puede que alguien piense en otros sufrimientos no provocados por el hombre, devastadores terremotos y tsunamis; sequías e inundaciones; epidemias como la peste, el cólera, etc. Hoy mismo, día de san Agustín, que estoy escribiendo estas líneas, Juan Goytisolo escribe su columna en el País titulándola “En qué siglo estamos”. En él habla del cinismo político y la barbarie, del fanatismo religioso de Bachar el Asad, que da a escoger a la comunidad internacion
Foto tomada de nydailynews
al ente lo malo y lo peor. Más de un millón de personas han huido de sus hogares en Iraq septentrional y central a medida que los extremistas musulmanes sunitas del autodenominado Estado Islámico; pienso en los 2500 muertos palestinos en la franja de Gaza y lo cientos de desplazados. Pero el calor y el descanso del verano no nos puede hacer borrar otras realidades de nuestro mundo: 2500 muertos y cientos de desplazados en Ucrania; o bien, una nueva epidemia en África, el Ébola, que ya ha provocado más de 20000 muertes y sigue extendiéndose desde Ginea a Liberia, Sierra Leona, Nigeria, el Congo, convirtiéndose ya en una auténtica pandemia.
¿Dónde está Dios ante tanta barbarie?, pero sobre todo, ¿dónde está el hombre ante tanta violencia? ¿En qué medida es compatible esta historia de sufrimiento con la misericordia de Dios? ¿Y con su omnipotencia? El mal y el sufrimiento han sido una de las mayores críticas a la religión desde la antigüedad, el planteamiento es conocido: O Dios no es bueno, o no es omnipotente. En cualquiera de los casos, si diluía la posibilidad de la existencia de Dios. Las respuestas a esta aporía era o bien la teodicea, justificar a Dios ante el mal, o entender el mal presente en el mundo como algo necesario para la armonía del cosmos. Para muchos esto no sólo es insuficiente, sino no se tiene en cuenta a las víctimas y se comete una nueva injusticia.
Kant, después del terremoto de Lisboa y las víctimas provocadas, escribe sobre el fracaso de la teodicea, critica las especulaciones que van más allá de la experiencia y el conocimiento de los hombres. Pero se niega a renunciar a Dios, a pesar del mal, era la única manera de reconciliar la libertad humana y la naturaleza. Para Kant, será un postulado de la razón práctica, es la garantía del éxito de la libertad humana. Es la garantía que los verdugos no triunfen sobre las víctimas. Habermas, retoma el problema, donde la pérdida en la esperanza de la resurrección deja un enorme vacío en el sentido y en la justicia. Debemos mantener abierta esa posibilidad. Después de Auschwtiz, Adorno no se cansó de recordarnos que las víctimas son normativas, no pueden ser marginadas. El teólogo J.B. Metz, retomando esta línea sobre la normatividad de las víctimas, podemos esperar porque también las víctimas esperaron. Son las víctimas de la historia la que nos prestan su esperanza. Mantener la esperanza de las víctimas, es una forma de mantener la pregunta por Dios
En hombre religioso se agarra a la esperanza y a la misericordia de Dios. Esa misericordia se revela en la cruz de Jesús, una víctima.  La muerte de Jesús no fue un error, fue el precio de su innovación, de su rebeldía, de su disidencia. Nadie apuesta en este mundo impunemente por los vencidos, no sorprende que Él, acabara en la peor de las muertes, la cruz. En ella, un grito terrible: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado…” En esa oración del salmo 22, en ese grito de abandono de Jesús, que no expresa su desesperación, sino también la confianza y esperanza aún en medio del más extremo abandono de Dios. Esa oración, esa queja de abandono, termina en la intervención de la misericordia de Dios.
En sus encuentros con el resucitado, como refleja el camino de Emaús, los discípulos comprendieron el camino de la salvación y que la esperanza no se agota en este mundo y en esta vida, sino que se extiende más allá de ellos, es por lo tanto, esperar contra toda esperanza.  Esta esperanza, no reprime ni suprime la libertad humana. Antes al contrario, solo la nueva justicia vuelve a dar consistencia a nuestra libertad. La justicia de Dios es su gracia, su misericordia. Esa gracia nos la subrayó de forma especial san Pablo y después san Agustín, y ahí nos quedó en la tradición religiosa desde Santo Tomás a Lutero, desde Jon Sobrino al cardenal Kasper, pasando por el Concilio Vaticano II. Ella os libera de todo miedo existencial conduciéndonos a una nueva vida, a una nueva esperanza, a una vida que nace del amor y es para el amor. En la resurrección de Jesús de entre los muertos, se selló definitivamente esta esperanza. La promesa de fidelidad de Dios fundamenta la esperanza aún en esa extrema situación carente de salida desde un punto de vista humano que es la muerte. Tal esperanzada certeza, tal serenidad no es mera teoría, como la que puede encontrarse en las distintas propuestas de teodicea. Es una afirmación y una actitud de fe, de la que sólo cabe hablar invocando desde el interior del creyente,  la misericordia de Dios.
No debe ser la esperanza y la religión, la premisa de todas las alienaciones, que proyecta al hombre fuera del mundo real. Ni instrumento  o las máscaras de las clases dominadoras, ni el suspiro de la criatura oprimida. La esperanza es una fuerza activa y activadora, nos alienta y compromete a convertirnos en testigos de la misericordia de Dios y a abogar por la misericordia en nuestro mundo. Si hay una relación entre la misericordia y la justicia, debemos realizar un mundo más justo, un Estado más justo, una sociedad con el valor de la misericordia. No se trata de tapar las desigualdades con limosnas, sino cambiar las cosas, como bajar de la cruz a las víctimas. La misericordia, es hacer justicia con pueblos enteros heridos y crucificados,  para ello se debe poner al servicio de la justicia todas las capacidades humanas, religiosas, científicas, tecnológicas...
Por la misericordia hay que arriesgar, no sólo de forma personal, sino también la propia institución eclesial, o instituciones que luchan por los derechos y la justicia. El ejercicio de la misericordia da la medida de la libertad, tan proclamada como ideal del ser humano en el mundo occidental. «Dichosos los misericordiosos», «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia».
Mil voces gritan
en el desierto de cualquier asfalto
en la estepa de cualquier hambruna
en el erial de un corazón
en el páramo de la indiferencia
en el yermo de un desamor
en un descampado de la inconsciencia
en la soledad de un desamparo
en el despoblado de una indigencia
en el vacío de esa muerte sin razón
en el silencio de esa guerra perdida
mil voces gritan a una voz
diez veces el mismo grito:
  
    Preparad los caminos del hombre,
    allanad las injusticias,
    rebajad las distancias,
    devolved a cada uno su nombre,
    levantad la opresión,
    elevad los barrancos de toda violencia,
    allanad los montes de la discriminación,
    abrid los muros entre el norte y el sur,
    ¡de par en par!,
    que la vean los antiguos profetas
    y abracen los hombres de hoy:
    ¡La Paz!
Fructuoso Mangas, “Mil voces” del poemario A pie de obra. Salamanca, 2001
 
© Nichole Sobecki. Campos de refugiados Sudán. Médicos sin fronteras


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