Juan Antonio Mateos Pérez
Ciertamente,
vivimos en una sociedad con demasiadas palabras y voces. Palabras de todo
tipo, pero en nuestros medios, e incluso ya casi en nuestra
cotidianidad, se da una atracción casi enfermiza por el interés de
personas, cosas y acontecimientos desagradables. Hoy todo vale, con
un relativismo tan brutal, que parece que si uno lo cuestiona, está
atentando contra la sociedad o contra la libertad conquistada.
En el
mundo Griego, sobre todo en la Polis ateniense, había cosas que no estaban bien vistas, ni eran
aceptables socialmente. Hasta el teatro se sometió a una serie de
convenciones, donde en las representaciones de las tragedias o de las
comedias no estaban bien vistas las escenas de sexo y muerte, tuvieran
lugar en el escenario. Para preservar cierta moralidad o incluso cierta
libertad personal dichas representaciones tenían lugar fuera de la
escena, como diría Pericles, ob
Skena. Hoy en día, el escenario público, medios de comunicación, o bien el espacio
público más privado, grupo de trabajo, amigos, grupos de fe o
fraternos, también parece que hay una atracción por las disputas y
conflictos personales, elevándolos a la categoría de públicos.
Como nos diría Aristóteles hay una desfragmentación del deseo, nos
es atractivo reproducir cosas de otros, que no entrarían en nuestra
realidad, como también ha pasado en el arte o en el cine. Dichos
acontecimientos y conflictos son y deberían aclararse fuera de la
escena y llevar al grupo lo más positivo y aglutinador.
Desde
aquí, queremos hacer un elogio del silencio, frente a la huida
personal refugiada en el hablar superficial e intranscendente,
incluso de la atracción del conflicto personal. Hoy más que nunca
hay una necesidad del silencio, corporal, mental, afectivo, místico.
Heidegger nos recordaba que el silencio es una forma de habla, no es
una mera ausencia de palabras, sino que forma parte de la estructura
del comprender. Decir es posible porque el articular del habla es,
fundamentalmente, un escuchar. Esta estructura global del habla, no
es un existenciario cualquiera, es lo más radical y distintivo del
hombre.
El
bueno de don Antonio Machado, identifica ese silencio con lo que está
más allá y por encima del ser. El silencio está lleno de Dios.
Como resuenan aquellas palabras de San Juan de la Cruz, “una
palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en
eterno silencio, y en el silencio ha de ser oída del alma” (Vida
y obras completas,
Madrid, BAC, 1978, p. 417). En un mundo con tantas palabras
superficiales, paradójicamente, mientras más hablamos y tratamos de
decir más cosas, menos comunicamos. Es necesario oír el silencio,
sí oír el silencio. Oír esa voz interior a través de una lectura,
una experiencia, un símbolo, una conversación, una oración.
También, como no, es el eco de nuestra vida interior en convivencia
y comunicación con los demás, incluso con los que no piensan como
nosotros. Oír el silencio es una invitación a la meditación, al
crecimiento espiritual, a la apertura exterior y a la trascendencia.
Como no citar en nuestro silencio aquellos versos de Santa Teresa de
Jesús “Alma,
buscarte has en Mí, y a Mí buscarme has en ti”.
Sólo
en Silencio podemos escuchar la voz de Dios, sólo si transcendemos
desde el silencio se nos abre el Misterio. Es cierto, a Dios nadie lo
ha visto jamás, es muy Otro, es lo totalmente Otro. Pero esa
transcendencia no significa lejanía, el Misterio se encarnó en lo
más humano, lo más cercano del corazón del hombre. El Misterio es
en silencio encarnado, lo que acontece en y a Jesús de Nazaret durante toda su
historia. O tal vez, en ese encuentro, el hombre siente la necesidad
de callar con un silencio de admiración que ante el anodadamiento, se le presenta como la
mejor respuesta.
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