Frei Betto
Adital
Reducidas las manifestaciones, cuyo punto álgido se alcanzó en junio, ahora tenemos en varios lugares del país ocupaciones de espacio público: ayuntamientos, asambleas legislativas, calles frente a las casas de los políticos, etc.
Nuestras autoridades están sorprendidas y asustadas. Antes contaban con la colaboración de los grandes medios, que no daban importancia a las manifestaciones puntuales o las criminalizaba incluso, y la policía actuaba contra ellas con acción preventiva y represiva.
Ahora nuevos actores, difíciles de controlar, entraron en escena. Es el caso de las movilizaciones convocadas a través de las redes sociales. Se evita el bloqueo de los grandes medios por medio de iniciativas como la red Ninja (Narrativa Independiente, Periodismo y Acción).
Lo nuevo de ahora es la inversión del poder político. El contrapoder popular. Hasta junio las autoridades y los partidos dictaban la pauta política en la que la población debía ser encuadrada. La clase política, desde la altura de su elitismo, pensaba que sólo debía prestar atención al pueblo de dos en dos años, en los períodos electorales. Consideraba la política como una rueda gigante movida por un mecanismo de alianzas y pactos partidistas y cuyos ocupantes miraban desde la cumbre a la plebe ignorante.
De repente, los movimientos sociales decidieron recurrir a la democracia directa y ocupar espacios que por derecho son ‘casas del pueblo’, frecuentemente usurpadas por quienes deberían representarnos, como en el caso de la CPI de las empresas de autobuses en Rio de Janeiro, en la cual la mayoría de quienes la integran se manifestó contraria a su instalación. Es el zorro investigando quién ataca al gallinero…
He ahí lo incómodo: el movimiento social escapa al control gubernamental. El poder público lo ignoraba o, cuando mucho, la asumía. Los pocos representantes de esos movimientos en las esferas legislativas y ejecutivas no tenían ni voz ni voto. Basta con recordar la paralización de los proyectos de reforma agraria en el Congreso Nacional y en el gobierno federal.
Los movimientos sociales buscaban una alternativa: la pacífica insurrección popular. Violada a veces por vándalos que eran policías infiltrados o le hacían el juego a la derecha, y cuyas máscaras debieran ser arrancadas por quien prefiere la no violencia activa. Mi generación salió a las calles a pecho descubierto a manifestarse contra la dictadura.
El riesgo político de este proceso (y protesta) popular es confundir el suprapartidismo con el nefasto antipartidismo. Los partidos políticos son, como el Estado, un mal necesario. Si es cierto que muchos traicionan sus orígenes y discursos, chapotean en la corrupción, establecen alianzas promiscuas, hacen en la vida pública lo que hacen en la privada… la solución no es medirles las costillas y fruncir el ceño, ondeando la bandera del voto nulo.
Aquel a quien le disgusta la política acaba siendo gobernado por el que no le disgusta. Y precisamente lo que desean los malos políticos es que haya bastante disgusto, para que ellos puedan hacer y deshacer a su antojo. Lo que más temen es la interferencia de nuevos actores en la esfera política y el baile de los escaños en las elecciones.
La alternativa es la reforma política. Es una demanda urgente. No sólo para decidir si el voto será distrital o si las campañas deberán ser financiadas por recursos privados. La reforma necesita incluir también exigencias, como el fin del voto secreto en el parlamento, el fin del secreto de las tarjetas de crédito de los poderes de la República, de los arreglos público-privados, de los préstamos de recursos públicos a boca de caja y en el silencio de la noche, de la privatización de bienes estatales y públicos, etc.
La reforma política, si no se hace a fondo, permitirá que continuemos teniendo elecciones viciadas por el poder económico, por el "te doy aquí, me das allá”, por los arreglos en la cúpula, por el porcentaje de votos dados al candidato honesto pero que acaban contabilizados a favor del candidato corrupto.
La reforma política deberá también incluir mecanismos de transparencia en el ejercicio de la actividad política, de modo que la soberanía popular pueda ejercer control sobre el desempeño de los políticos y de las instituciones públicas.
Peor que aquel presidente-dictador a quien le disgustaba el olor del pueblo es el político que se llama demócrata y detesta la proximidad del pueblo, prefiriendo que éste sea mantenido a distancia por las fuerzas policiales.
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