“Hemos
aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no
hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”
Martin Luther King
Europa no es solamente
una economía en declive. No puede languidecer y ser un simple
espectador; debe ser la voz que defienda la libertad, la lucha contra la
pobreza y la desigualdad, que aporte su conocimiento y su experiencia
para evitar conflictos en otras partes del mundo. La Europa del siglo
XXI tiene un reto para sobrevivir: integrar y mantenerse fiel a sus
valores –la tolerancia, la libertad, el respeto a la vida y al ser
humano–
Francisco Pleite Guadamillas
Acoger
al extranjero en nuestra patria, en nuestra casa y en nuestra tierra,
en nuestro corazón y nuestras personas parece un imposible político y
social. No sé si estamos olvidando nuestras raíces culturales,
preocupados por nuestro propio yo, y desvaneciendo en el errar
posmoderno la esencia más profunda de la civilización occidental. La
hospitalidad era uno de los signos más destacados de la civilización
griega, Zeus, dios de dioses, entre otras cosas, era el dios de la
hospitalidad. Bueno es recordar las palabras de Nausiacaa, princesa de
los feacios, que al contemplar tendido en la playa a Odiseo, náufrago y
desdichado comenta: “Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los extranjeros y pobres son de Zeus” (Homero, Odisea VI)
Los
romanos consideraban un deber sagrado atender al extranjero, su deber
era preparar la casa y la mesa para el huésped que pasaba. Se la
consideraba una de las virtudes más estimada, la mejor prueba de
generosidad, que se manifestaba de forma instrumental a través del
contrato del hospitium. No solo tenía un carácter personal, se
ampliaba a la familia y a la ciudad, llagando incluso a poner multas al
que hubiera reusado dar hospitalidad a un viajero después de la puesta
del sol.
En
el mundo de la Biblia, la hospitalidad no era una cortesía, como en
todo el mundo mediterráneo, era una obligación. Una comunidad, ciudad o
persona que no se acercarse a los viajeros antes de que cayese la noche
era un grave incumplimiento del honor para el extranjero como para las
comunidades locales. El anfitrión asumía las responsabilidades de
proveer comida, agua y alojamiento para los invitados y sus animales (Gn
24.23-25; 26.30; 33.1-33). El nómada, al venir de todas partes, siempre
se encuentra en camino, favorece la marcha hacia el otro y hacia el
Otro, mientras que el hombre de la ciudad se encierra en sí mismo,
rehúsa la hospitalidad. Sodoma y Gomorra son el símbolo del rechazo de
la hospitalidad y el odio al prójimo. El invitado no podía esperar
quedarse con la familia más de dos noches, podía ser descortés y
deshonroso quedarse más días. En esta fase de la hospitalidad, era norma
dejar partir el invitado en paz, sin haber interrumpido la armonía
social de la familia o de la comunidad.
El
pueblo de Israel, al igual que otros pueblos de Oriente, practicaba la
hospitalidad. Su antepasado Abraham era extranjero errante por los
desiertos de Egipto y Siria. Los israelitas entendieron su participación
en estas prácticas a la luz de su propia historia, única como pueblo de
Dios: “…tu Dios... hace justicia al huérfano y a la viuda, y... ama
a los extranjeros, proveyéndoles comida y vestido. Tú también amarás al
extranjero, pues vosotros también fuisteis extranjeros en tierra de
Egipto » (cf. Dt 10.17, 19 RVR1960; Dt 26; 5-9; Ex 22.21; Lv 19.33-34)
La hospitalidad, la acogida del otro, ha formado parte también de nuestra historia de europeos.
Es patrimonio de nuestra cultura, de nuestro propio ser como humanos.
Acoger al otro, sobre todo en apuros, ha sido algo consustancial a las
relaciones de las personas y de los pueblos, configurándose como un
elemento esencial del progreso humano. La hospitalidad es un gesto de
humanidad, que no se limitaba a dar casa y alimento, sino prestar
atención a las palabras y necesidades del acogido. Personas que huyen de
la guerra en Oriente, del hambre y la guerra en África, niños
deambulando por las vías del tren, hombres mendigando comida en los
campos de refugiados, mujeres con sus niños en brazos intentando calmar
el hambre y calor, es una muestra de que no se respeta la dignidad
humana, ante la indiferencia de todos, de la sociedad, de los diferentes
estados europeos.
La
globalización nos está arrancando de nuestras raíces, encerrados en
nuestro propio ser, vivimos en una sociedad que invita por interés y
desconfía cuando acoge y, sobre todo, no escucha e ignora la vida de
tantos extranjeros que huyen de la miseria y del hambre. Todo nuestro
mundo gira alrededor de un individualismo cada vez más egoísta que solo
se mueve por intereses puramente económicos. En esta coyuntura, la
hospitalidad es una quimera, se rechaza al extranjero y al diferente,
donde miedo paraliza la tranquilidad individualista. No se produce la
escucha, más bien la indiferencia, incluso el rechazo violento en forma
de xenofobia y vallas en las fronteras.
Frente
a la indiferencia y el egoísmo, numerosos grupos y asociaciones han
querido formar oasis, un “hospital de campaña”. Espacio donde las
personas que huyen de la guerra, la persecución, del hambre, puedan
encontrar alivio, sanación, misericordia, comodidad y sobre todo escucha
de su situación. Ya el profeta Amós, denunciaba que las injusticias de
unos, el lujo desproporcionado de otros, que fabrican el hambre, la
pobreza y las columnas de refugiados. El profeta presenta a un Dios
indignado con la sociedad injusta a la que sacudirá como a “una cesta de
higos maduros”. El profeta se revela contra todos aquellos que quieren
acallar los gritos de los maltratados, perseguidos y no acogidos: “Escuchadlo
los que exprimís a los pobres y elimináis a los miserables; pensáis:
¿cuándo pasará la luna nueva para vender trigo, o el sábado para ofrecer
grano y hasta el salvado de trigo? Para encoger la medida y aumentar el
precio, para comprar por dinero al desvalido y al pobre por un par de
sandalias. ¡Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que
han hecho!” (cf. Am 8,4-7). El propio Jesús fue más duro que el profeta Amós, “¡Apartaos de mí, malditos... porque fui extranjero y no me acogistéis!” (cf Mt 25,41-43).
No
es fácil que nos podamos hacer cargo de tantos que sufren, de tantos no
acogidos desde nuestras vidas acomodas y adormecidas. Cerramos los ojos
a tantas personas vulnerables, que solo llaman la atención si son
quemadas en un cajero o se mueren de frío en los campos de refugiados.
La esclavitud del siglo XXI tiene hoy dos caras visibles y tapadas por
muchos: El contrabando de inmigrantes y la trata de personas.
No creo que los que deambulan por Europa, huyendo del dolor, hayan
elegido esta forma de vivir. La vida de millones de personas está en
juego, también la dignidad de los europeos, la lucha por la tolerancia,
la libertad, el respeto a la vida y del ser humano, son imperativos de
nuestro ser europeo.