¡Qué tarde te amé, alegría siempre antigua y siempre nueva!
San Agustín
¿Cómo la confesión de fe en un Dios crucificado
puede invitar a la fiesta y a la alegría? Habrá que añadir la fe en Jesucristo resucitado,
por lo menos.
Felicísimo Martínez
Pasada la
Semana Santa y celebrada la fiesta de la Pascua, la alegría y el gozo de
que el crucificado vive se prolonga durante una semana. En esa semana,
octava de Pascua, los bautizados continuaban
su formación catequética en la iniciación cristiana. Una semana para
vivir y celebrar con sus vestiduras blancas, como prolongación del
júbilo Pascual hasta el domingo siguiente que se las quitaban (“in
albis”). En la octava, se quiere vivir la alegría como
si fuera un solo día, expresando en ella el gozo de la salvación, para
ello la liturgia se centrará en los relatos de las apariciones y en los
primeros inicios de la comunidad cristiana.
Cuenta el
relato del evangelio de Mateo, que “las mujeres se marcharon a toda
prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron
anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió
al encuentro y les dijo: Alegraos” (Mt 28, 8 -15). Unas mujeres
abrumadas por la ausencia de Dios y el sinsentido, salen del hondón de
la muerte para comunicar a todos que él vive y que comienza de nuevo,
el anuncio de la buena nueva, allí donde empezó el
proyecto humanizador del reino. El corazón triste y decepcionado volvió a iluminarse en la intensidad de la alegría, hasta el punto que quedaron asombradas.
Asombro y alegría, son los dos elementos en el encuentro con el resucitado.
Jesús no se
encuentra entre los muertos, afirma el relato y anima, para encontrarse
con él, volver a Galilea. Volver al inicio. Recuperar la memoria de
aquel momento inicial donde empezó todo. En Galilea,
Jesús comenzó a llamar a sus seguidores para enseñarles a vivir un
estilo nuevo de vida y colaborar con él en el proyecto de acercar a Dios
al hombre, para que pueda desarrollar su sentido más profundo. Esa
comunidad inicial defendía su alegría como una certeza
contra la rutina y el escándalo, y es lo que les lleva a dar testimonio
de la salvación y del reino en las plazas públicas. Una
alegría que era un Don, un fruto del Espíritu y no una
conquista personal, que la hace crecer en la medida que se comparte y se
despliega más allá de uno mismo.
Por los
caminos de Galilea fue naciendo esta primera comunidad cristiana, que
desde la alegría, fueron aprendiendo a vivir acogiendo, perdonando,
aliviando el sufrimiento, curando la vida y despertando
la confianza de todos en el amor insondable de Dios. Sintieron que el
resucitado estaba sosteniendo sus pobres vidas que estaba en sus
fracasos y desconsuelos, en los sinsentidos y en la desesperación, le
sintieron vivo desde su soledad y su tristeza y se
dieron cuenta que estaba en todo lo bueno, lo bello, lo limpio que
florece en nosotros. La pascua es la fiesta de los que se sienten
muertos y descubren la esencia de la vida.
Para un
cristiano la resurrección va más allá de un dogma en el que hay que
creer, incluso más allá de la afirmación de algo extraordinario le
sucedió en Jesús hace más de dos mil años. Es creer que
el resucitado está vivo, lleno de fuerza y creatividad que actúa y va
delante de nosotros, enseñando a vivir desde el amor y la alegría. La
pregunta que nos podemos hacer hoy ¿somos realmente “colaboradores de la
alegría” o más bien, ahogamos la alegría de
vivir en el anuncio de una buena noticia? No se suele dar un testimonio
desde la alegría, tal vez más preocupados y ocupados en otras cosas que
en ser colaboradores de la misma. Una de las tareas más urgentes es
descubrir los caminos de la alegría sin caer
en el hedonismo tan arraigado en nuestra cultura.
Tradicionalmente
en el mundo cristiano, se ha compartido con más facilidad las penas que
las alegrías de este mundo, se ha acentuado más una
teología de la muerte y de la cruz y no tanto de la resurrección. Hay que decir también, que en la vida cristiana se ha subrayado en exceso la
negación de sí mismo, la renuncia, la mortificación, elementos
poco cercanos a la alegría y a la fiesta. Dios no quiere el sufrimiento,
pocos son los sufrimientos que humanizan al ser humano y contra él solo
cabe luchar y repararlo. No es posible celebrar
el dolor, ni es motivo de alegría. Decir también, que en muchas
celebraciones, parece que hay un cierto
culto excesivo a la seriedad religiosa, alejándose de la alegría y de la risa. Por no hablar, de las
miradas desenfocadas de la realidad de nuestro mundo, centrándose
en lo negativo, en el “valle de lágrimas, como un profetismo de
calamidades, rebajando en altas dosis el umbral del humor. Bueno, por
ahí hemos caminado.
Es necesario también, ver las ofertas que la sociedad ofrece al hombre de hoy. Éstas se centran en una invitación al
consumo, al desmadre y a las emociones extremas. Parece que hay
más estrés en las mismas que felicidad y alegría, por no hablar de
ciertos goces superficiales y pasajeros. Todo es consumible desde la
alegría, hasta la religión o la misma persona, todo
se usa y se tira. Ese consumismo que nos aplasta, se asocia al ocio para
escapar de un cierto vacío existencial y sentirse vivo, estamos
afectados como un virus de la enfermedad del cansancio, donde parece que
casi todo ha perdido valor y sentido.
Ya hemos comentado que Jesús no era un asceta, no anuncia el juicio, ni el castigo,
invitaba a la alegría, a la fiesta y a la celebración. Pasó haciendo el bien y curando toda clase de enfermedades, tanto su
persona como su mensaje son buena noticia, que
invitan al gozo. Jesús comienza su vida pública anunciando un “año de
gracia”. Incluso la alegría se mantiene en el dolor y el sufrimiento, ya
que el verdadero enemigo de la vida es la tristeza.
No es extraño que a Jesús se le llame “el profeta de la alegría de Dios”.
El Dios cristiano es el Dios de la alegría, por ello hay que aprender
de Dios nuestro derecho a la felicidad y a ella pertenecen de pleno la
fiesta y la celebración.
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